El 18 de enero de 1845 hubo una gran erupción del Volcan Nevado del Ruiz, que se tradujo en un derrumbe desde la cima del nevado; la nieve que lo cubría cayó al arroyo del Chispeadero, afluente del Lagunilla. “En el lugar por donde este sale de la cordillera a la explanada, alcanzaron las aguas una altura como de ciento sesenta pies sobre el nivel ordinario de ellas y se explayaron hasta llegar a la llanura, que en una extensión de seis leguas convirtiose en un inmenso arenal; las casas y los caneyes fueron arrastrados y medio sepultados y los pocos árboles que quedaron, embarrados hasta su copa, demostraban la inmensidad de la avenida. Hubo como cuatrocientas personas muertas; familias enteras perecieron sin librar un solo miembro de ellas; muchos individuos que escaparon por casualidad vieron perecer a los suyos, resultando de repente solos en el mundo…se perdieron las plantaciones, casi todas de tabaco, cerca de un millón de matas, y los ganados. Los capitales destruidos no bajaban de medio millón de pesos.”
Según otra fuente, la avalancha de lodo fue de casi 200 metros de altura, que sepultó aproximadamente 30 kilómetros cuadrados en la parte alta del Lagunilla. Según narración de José Manuel Restrepo, la capa de lodo en la parte más baja era de metro y medio.
Según otra fuente, la avalancha de lodo fue de casi 200 metros de altura, que sepultó aproximadamente 30 kilómetros cuadrados en la parte alta del Lagunilla. Según narración de José Manuel Restrepo, la capa de lodo en la parte más baja era de metro y medio.
NUEVAMENTE SE REPETE LA HISTORIA EL 13 DE NOVIEMBRE DE 1985 EL VOLICAN DEL NEVADO DE RUIZ PROVOCO UNA NUEVA CATASTROFE.
Vimos cómo la erupción del Volcán nevado del Ruiz el día 13 de noviembre de 1985 segó vidas, destrozó predios y desbarató ilusiones en Armero y Chinchiná. Tratemos de revivir ahora el lado humano de la tragedia de Armero, empleando como referente un artículo de Germán Santamaría, titulado ¡El horror! Publicado en el periódico capitalino “El tiempo” del 15 de noviembre de 1985.
«ARMERO. Yo creía que conocía el horror. Pensaba que bastaba con ver parir a una mujer bajo un bombardeo en Beirut, o cinco niños aplastados en Popayán o una mujer sollozando frente a los cadáveres de sus siete hijos durante el terremoto de la ciudad de México.
Pero no: el horror lo conocimos en Armero Tolima y fue la sensación de odiar a Dios, a Marx, al gobierno, a uno mismo, odiar sobre todo a los que están vivos, a los que están sanos en el mundo, querer asesinar a los que este fin de semana bailaron, amaron o simplemente se rieron.
Allí, viendo a hombres y niños y mujeres y ancianos, todos desnudos, pedir auxilio entre el lodo y verlos agonizar y morir allí, fue, es y será una sensación como la de una tenaza en el corazón, como si un gato nos escarbara en el pecho.
A las tres de la tarde de este viernes, vimos a la niña Omayra Sánchez, de doce años, viva, por fuera del agua, del pecho hacia arriba, pero de la cintura hacia abajo estaba incrustada entre piedras y cadáveres, de los cuales uno era el de su padre y otro el de su tía. Para sacarla en ese momento, se necesitaba por lo menos una motobomba para succionar el agua, y docenas de helicópteros pasaban por allí pero nadie conseguía esa motobomba.
Mientras mirábamos con rabia, con rencor, aquellas máquinas voladoras, vimos otra escena de espanto. Allá al fondo entre ese inmenso lodazal que cubrió Armero un helicóptero se había sostenido en el aire, a escasos diez metros de altura. No se podía posar porque el lodo estaba blando aún. Entonces los socorristas descendieron y ataron un lazo a un hombre desnudo, todo negro de barro, como una momia, lo ataron de los pies, y el helicóptero se elevó y el hombre fue izado de los pies, es decir, quedo colgado cabeza abajo, como si fuera un tubo allí, amarrado al helicóptero.
Cuando el aparato se elevó unos diez metros, el hombre se soltó de los pies y cayó de nuevo al lodazal. Entonces los socorristas lo ataron otra vez de los pies y el helicóptero se elevó. El hombre no se cayó esta vez y fue bamboleándose en el aire, como un fardo llevado por la máquina. Corrimos hacia las colinas donde se poso el helicóptero, después que descargó el cuerpo. Nos aproximamos, y aquella masa de carne y lodo aún vivía. Sus labios decían algo. Estaba vivo, había permanecido allí dos días en el lodazal y se había caído del helicóptero.
«ARMERO. Yo creía que conocía el horror. Pensaba que bastaba con ver parir a una mujer bajo un bombardeo en Beirut, o cinco niños aplastados en Popayán o una mujer sollozando frente a los cadáveres de sus siete hijos durante el terremoto de la ciudad de México.
Pero no: el horror lo conocimos en Armero Tolima y fue la sensación de odiar a Dios, a Marx, al gobierno, a uno mismo, odiar sobre todo a los que están vivos, a los que están sanos en el mundo, querer asesinar a los que este fin de semana bailaron, amaron o simplemente se rieron.
Allí, viendo a hombres y niños y mujeres y ancianos, todos desnudos, pedir auxilio entre el lodo y verlos agonizar y morir allí, fue, es y será una sensación como la de una tenaza en el corazón, como si un gato nos escarbara en el pecho.
A las tres de la tarde de este viernes, vimos a la niña Omayra Sánchez, de doce años, viva, por fuera del agua, del pecho hacia arriba, pero de la cintura hacia abajo estaba incrustada entre piedras y cadáveres, de los cuales uno era el de su padre y otro el de su tía. Para sacarla en ese momento, se necesitaba por lo menos una motobomba para succionar el agua, y docenas de helicópteros pasaban por allí pero nadie conseguía esa motobomba.
Mientras mirábamos con rabia, con rencor, aquellas máquinas voladoras, vimos otra escena de espanto. Allá al fondo entre ese inmenso lodazal que cubrió Armero un helicóptero se había sostenido en el aire, a escasos diez metros de altura. No se podía posar porque el lodo estaba blando aún. Entonces los socorristas descendieron y ataron un lazo a un hombre desnudo, todo negro de barro, como una momia, lo ataron de los pies, y el helicóptero se elevó y el hombre fue izado de los pies, es decir, quedo colgado cabeza abajo, como si fuera un tubo allí, amarrado al helicóptero.
Cuando el aparato se elevó unos diez metros, el hombre se soltó de los pies y cayó de nuevo al lodazal. Entonces los socorristas lo ataron otra vez de los pies y el helicóptero se elevó. El hombre no se cayó esta vez y fue bamboleándose en el aire, como un fardo llevado por la máquina. Corrimos hacia las colinas donde se poso el helicóptero, después que descargó el cuerpo. Nos aproximamos, y aquella masa de carne y lodo aún vivía. Sus labios decían algo. Estaba vivo, había permanecido allí dos días en el lodazal y se había caído del helicóptero.
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